EDITORIAL | Més formació i accessibilitat laboral per reduir la dependència de temporers

El Govern acierta con la decisión de implantar un nuevo modelo de contratación en origen con Colombia gestionado exclusivamente por empresas con residencia en Europa.
Es una medida imprescindible para poner fin de una vez a los abusos laborales que sufrieron trabajadores peruanos en temporadas recientes, víctimas de intermediarios opacos y empresas sin control efectivo. Que las empresas asuman responsabilidades reales, con garantías verificables y seguimiento del proceso, era un deber moral e institucional.
Ahora bien, hay que decirlo con claridad: limitarse a importar mano de obra porque los jóvenes locales no quieren ocupar según qué puestos de trabajo es pan para hoy y hambre para mañana.
Porque Andorra está creando —y ya empieza a sufrir sus efectos— una fractura social silenciosa: por un lado, una generación que puede permitirse no trabajar hasta bien entrada la veintena, gracias al apoyo familiar y a un nivel de vida confortable; por otro, inmigrantes que llegan para hacer los trabajos que nadie quiere, a menudo lejos de casa, sin red y con salarios justos para sobrevivir.
¿Adónde queremos ir?
No se puede construir un país robusto sobre esta simetría tóxica: una sociedad de jóvenes inactivos con dinero pero sin oficio, y una sociedad paralela que se deja la piel para sostener los servicios, el turismo y la restauración.
Es hora de decirlo: fomentar la cultura del esfuerzo no es ningún anacronismo retrógrado. Es una necesidad de país. No podemos resignarnos a pensar que el camarero debe ser siempre un colombiano, el repartidor un argentino y el auxiliar un portugués. Y que el joven andorrano —con plena capacidad— puede permitirse “ya empezaré” o “esto no es para mí”.
Por lo tanto, celebremos la contratación ordenada, con derechos y dignidad. Pero demos el segundo paso: incentivos para que los jóvenes se incorporen antes al mundo laboral, compatibilidad flexible entre trabajo y estudio, programas de primera ocupación con responsabilidad real y no solo simbólica. Trabajar no es una condena, es una escuela de vida.
La inmigración es necesaria, sí. Pero la responsabilidad también lo es. Si no corregimos este desequilibrio, corremos el riesgo de convertirnos en un país de “adultos eternos” protegidos y dependientes… viviendo sobre los hombros de una mano de obra invisible.
Y eso, más que un modelo económico, sería una renuncia colectiva.